ELOGIO FÚNEBRE ILUSTRE DR. POR FRANCISCO SOSA. OFICINA TTP, DE LA SECRETARÍA DE FOMENTO Calle de San Andrés núin. 15 1886 ELOGIO FÚNEBRE ELOGIO FÚNEBRE ILUSTRE DR. D. RAFAEL LUCIO POR FRANCISCO sosa. MÉXICO OFICINA TIP. DE LA SECRETARÍA DE FOMENTO Calle de San Andrés núm. 15 1880 Él habla llegado á la cumbre de los verda- deros bienes, que consisten en las virtudes. Tácito, en la Vida de Agrícola. todavía la tierra que cubre la fosa del ilustre Doctor Lucio, con las ' lágrimas que en ella vertieran el amor, & la admiración, yla gratitud pública, vengo J á depositar la humilde ofrenda que mi co- razón consagra á la memoria de aquel sabio á quien tanto debió la ciencia mexicana, de aquel insigne benefactor de los pobres, de aquel vir- tuoso ciudadano, cuya vida entera puede y debe mostrarse á los pósteros, para que les sirva de enseñanza y de ejemplo. Sin el atildamiento que emplea el escritor, cuando su labor tiene por objeto buscar la pro- pia gloria, aun más que enaltecer la ajena; sin 6 las galas y afeites, que si embellecen la obra li- teraria, la despojan, á las veces, de aquel tinte de sinceridad y de aquel dulce perfume del alma, que llamamos sentimiento, voy, en estas páginas trazadas en horas de tristeza infinita, á decir á los pocos que lo ignoren, cuán puros y cuán bri- llantes títulos tenia á la estimación de sus con- ciudadanos el Doctor Lucio, y como se hizo acreedor á que, trasmitiéndose á otras edades la relación de sus acciones nobilísimas, viva su me- moria, mejor aun que en nuestros anales, en el corazón de los que á la virtud y al saber rinden fervoroso culto. Pago así, aunque en mínima parte, la deuda inmensa de reconocimiento, con- traída en el curso de años enteros de cariñosos y solícitos cuidados que á su alma noble le debí, y hallo en esta triste tarea consolador lenitivo al dolor que he experimentado, al ver como la implacable muerte privo á la sociedad mexicana de una de sus más valiosas ¡preseas; á la huma- nidad que sufre, de uno de sus excelsos benefac- tores, y á mí, de un amigo fiel, de un prudente consejero, y del más amable confidente. Estudien otros para quienes no sea extraña la misteriosa ciencia de curar las dolencias que 7 nuestra débil naturaleza destruyen, los métodos científicos seguidos por el Doctor Lucio en el prolongado ejercicio de su carrera profesional y en aquella cátedra en la que durante tantos años iniciara á la juventud en los conocimientos por él atesorados; discutan, si discusión cabe, su teoría sobre la forma especial é incontaminante que la elefanciasis de los griegos reviste en Mé- xico; háganlo en buen hora y en pro del alenta- miento científico; yo no intento sino dejar gra- bados en estas páginas los rasgos morales más salientes de aquella gran personalidad; empresa á que di principio mas no remate, viviendo aún el Doctor Lucio, porque comprendía yo muy bien que dándole el desarrollo debido á aquellos brevísimos apuntes, lastimaba la incomparable modestia—humildad deberla decir—del sabio médico. Demas de esto, existen las biografías escritas por los doctores Ramos y Frías y Soto, en las que no solamente se hallan las fechas ne- cesarias en trabajos de tal naturaleza, y las noti- cias referentes á la carrera científica del Doctor Lucio y á sus principales escritos, sino también datos por todo extremo interesantes sobre la his- toria de la Medicina en México en los dias en 8 que hizo sus estudios y dio principio á sus tra- bajos como empeñoso maestro de la juventud. Será, pues, mi trabajo ligeramente biográfico, predominando el carácter panegírico. Modesta cuna, orfandad, escasos bienes mate- riales, obstáculos múltiples que superar; cuanto parece como que constriñe al individuo y sujeta á difíciles pruebas su fortaleza y su perseverancia; cuanto contribuye á ejercitar sus facultades y á poner su actividad toda al servicio de nobles y levantados proposites que no han de tener rea- lización sino después de fatigosas luchas en que nada más las almas nobles salen vencedoras, to- do eso acumula por misterioso arcano la suerte, en la existencia de los predestinados á elevarse sobre el común nivel, por la grandeza de su espí- ritu; de los seres á quienes está reservada la duradera gloria, los resplandores purísimos é inextinguibles de la fama, la corona de indefi- ciente brillo de la inmortalidad. JSTos lo enseña en sus páginas la historia de los más preclaros 9 varones, honra de sn patria y de sn siglo, y com- pruébalo una vez más la vida del Doctor Lucio. El Estado de Veracruz, que se enorgullece tan justamente de haber producido historiadores co- mo Clavigero; estadistas como los Lerdo de Te- jada; poetas como Esteva y Diaz Mirón; soldados como Santa-Anna, y diplomáticos como Santa María; gloriarse debe de que en una de sus ciu- dades, en Jalapa, la inmortalizada por Manuel Flores en canto magnífico, hubiese visto la luz primera el Doctor Lucio. No cumplía éste aún dos años de nacido, cuan- do su padre murió, y como la viuda contra- jera en breve segundas nupcias, acaeció que durante mucho tiempo nombróse al huérfano con el apellido de su padre político, llegándose al extremo de inscribirle así en el Colegio Josefino Guadalupano de San Luis Potosí, donde cursó durante dos años la facultad de filosofía, y en donde tuvo por maestro á Fray Ignacio Montante. Este religioso,—conviene decirlo en este lugar,— estimó en gran manera las altas dotes de su dis- cípulo, y vaticinó, en documento que poseo, el glorioso porvenir científico que estaba reserva- do al joven jalapeño, pues textualmente dijo: 10 “Mientras estuvo bajo mi dirección, sus portes personales siempre denotaron la más fina edu- cación y política. En cuanto á su aprovecha- miento, le considero igual al que en los estudios se da al grado de Eminente, pues si no adquirid mayores luces, fue porque mis conocimientos no se extendian á más: conozco que sus talentos y disposiciones son susceptibles de lo sublime en las ciencias En el documento que acabo de citar y que es una certificación extendida con todos los requi- sitos legales, apellida Salas al joven Lucio, su propio maestro; es decir, que en su orfandad, no sólo habia perdido las dulces efusiones del pa- ternal cariño, sino su nombre mismo. En cam- bio, vese que él, desde su juventud revelo lo que más tarde habia de ser, para gloria de las cien- cias patrias. Trasladado después á la metrópoli mexicana, dio comienzo á los estudios propios á la carrera de la Medicina, que habia resuelto seguir, no sin obtener antes la calificación de sobresaliente al ser examinado de los que en San Luis habia he- cho. A poco, le fue adjudicado el primer premio, y así en los años subsecuentes ocupo los prime- 11 ros lugares en las cátedras, obtuvo calificaciones máximas y alcanzo idénticos premios; ¡que tan notorias eran su dedicación al estudio y su clara inteligencia! Escolar todavía, preséntase ad honorem á las oposiciones sobre ejercicios prácticos de Medi- cina operatoria; califícale el sínodo, digno del primer lugar, y él, con ese desprendimiento que fuera siempre el sello de sus hechos to- dos, renuncia á los derechos y beneficios que de su triunfo debian derivar; pues solo aspiró á la gloria de figurar en tan honroso cer- támen. Tiempos luctuosos eran para la ciencia médica en nuestro suelo, aquellos en que el joven Lucio cifraba en ella su porvenir. ¡Qué vicisitudes, qué escaseces se oponian á la marcha serena y majestuosa de la joven Escuela Nacional de Me- dicina, y cuántas amarguras llenaban entonces el corazón de los maestros de Lucio! Allí está, revestida de tinte sombrío y des- consolador, pero escrita con elocuente verdad, la historia de ese período, en los documentos que guarda la Escuela y en las biografías de sus es- forzados sostenedores. 12 Pero el valor, la constancia, el civismo y la abnegación de aquellos maestros de la juven- tud, cual formidables arietes destruyeron cuantos obstáculos acumulara en su camino la sombría ignorancia, el torpe egoísmo y el rudo poder dic- tatorial. La Escuela subsistió, y en sus aulas hoy, y mañana en la habitación misma del in- mortal Escobedo, Lucio terminó sus estudios sin apartarse un solo instante de las entonces severí- simas prescripciones que debía acatar quien as- piraba al título profesional, que era, dirélo así, el óleo santo que ungía á los sacerdotes de esa religión de la caridad, que sólo deben abrazar los hombres de bien templados corazones. ¡Henos aquí, frente á las hojas más brillantes del libro de la vida del Doctor Lucio! Termina- ron ya para el las pruebas académicas; las emi- nencias científicas que le instruyeran y las que le examinaran, le han declarado poseedor de los conocimientos que las leyes exigen, y el Gobier- no, en nombre de la Nación, le ha expedido el 13 título que habla menester para dedicarse al ejer- cicio de la Medicina. Ciencia, talento clarísimo, notable espíritu de observación, sentimientos levantados, noble anhelo de honrar á su patria y de ser útil á sus semejantes, tales son los caracteres distintivos con que se presenta revestido este joven, que si bien cuenta solo veintitrés años de edad, ha re- cibido del cielo, como premio á su perseverancia en el bien, la madurez de juicio que otros no alcanzan sino tras las penosas luchas de la vida, tras los errores que, se cree, por lo comunes, ina- lienables á la juventud inexperta. / El no ignora las tempestades que agitan el mar que se dispone á recorrer, y los escollos de que se encuentra sembrado ese mar; sabe cuáles son las pasiones que dominan á la humana espe- cie, y que la impelen por su daño; conoce las en- fermedades que destruyen su organismo y que le avecinan á la muerte; pero él no ha necesitado experimentar en sí mismo el influjo de esas pa- siones absorbentes, ni los síntomas de esas afec- ciones morbosas; él, á la luz serena de su razón ilustrada por tenaces estudios, lo ha aprendido todo, y va, con la fe del aposto!, con la piedad 14 del verdadero cristiano, con la abnegación del mártir, á poner al servicio de los demas seres, cuanto en su ser propio atesora, cuanto sus maes- tros le lian enseñado, y cuanto deba á las divi- nas inspiraciones del cielo. Antigua y vulgar creencia pregona, que aque- llos que desde sus primeros años revelan exce- lentes dotes, que por lo común son el fruto hermoso aunque tardío de la edad, no llegan á realizar las esperanzas que hicieran concebir, resultando después humildes medianías junto á los que por su carencia de amor al estudio y por la banalidad de su carácter causaran tantos sin- sabores á sus maestros y á sus padres, intere- sados en su porvenir. En el Doctor Lucio se nos ofrece elocuente demostración de lo erróneo de esa creencia, pues realización espléndida de los pronósticos de sus maestros fueron su carrera triunfal por el mundo científico y su gloria no apagada sino por el soplo de la muerte, y esto, para renacer acrisolada y magnífica en el libro de la historia y en los ecos de la fama. En rápida sinopsis, porque otra cosa no cabe en los límites de este Elogio, voy á hablar de la obra médica, valga la frase, del Doctor Lucio. 15 Y como que para hacerlo, mis palabras carezcan de autoridad, por serme extraña la ciencia por él cultivada, séame permitido valerme de lo que sus biógrafos y compañeros de profesión han di- cho en escritos con justicia estimados. Distinguióse en la sociedad, en el largo período de cuarenta y cuatro años en que ejerciera su profesión,—práctica civil que diria uno de sus compañeros,—por su exactitud y precisión en el diagnostico y por su gran habilidad en la tera- péutica; porque acudia con igual solicitud á los magnates y desheredados; porque era modesto en grado sumo, y desinteresado como nadie. Yo procedía, sino en casos extremos, y cuando era de todo punto indispensable, á hacer operaciones que pusiesen en peligro la existencia de sus clien- tes, y jamas exageraba la gravedad de sus enfer- mos. La rectitud de sus juicios, lo prudente de su conducta, la puntualidad con que visitaba á su clientela, la intachable moralidad de sus de- terminaciones, su reserva,—verdadero sigilo sa- cramental,—y su abnegación sin límites, que le hacia desaliar los mayores peligros en las enfer- medades infecciosas, tales eran las inapreciables excelencias que fulguraban en el ilustre médico. 16 “Muy pocas son las familias, decia viviendo aún el Doctor Lucio, el Doctor Frías y Soto, que no tienen que reconocerle algún servicio. Desde las clases desvalidas hasta las más elevadas, han ocurrido á él en sus horas de dolor, y Lucio, lle- no siempre de benevolencia, siempre exacto en el cumplimiento de sus deberes, ha acudido al lecho del enfermo, sin más preocupación que sal- varlo, desentendiéndose hasta del honorario á que era acreedor. Porque el Sr. Lucio, con una abnegación sin ejemplo, siempre ha rechazado to- do lo que podia convertir el sacerdocio profesio- nal en una especulación. Su inquebrantable honradez le hacia no aceptar sino el mínimum de sus honorarios, y cuando se trataba de una familia pobre, la asistía sin querer percibir can- tidad alguna.”—“Jamas le hemos visto una ac- ción que no sea digna de aplauso, y en su vida, tanto pública como privada, no hay una sola ta- cha. Ese anciano profesor, cuya frente se inclina ya á la tierra, lleva sus honradas canas ceñidas por el laurel de la ciencia y cubiertas con la ben- dición de una generación entera. El Doctor Lucio es una de las glorias más puras y más grandes de la patria.” 17 Maestro de la juventud, durante más de trein- ta años, proverbial fue,—consta así en la biogra- fía escrita por el Doctor Damos,—su celo en el cumplimiento de sus deberes como profesor. Si faltaba alguna vez á la cátedra, era una excep- ción tan rara, que se reputaba por la Escuela como un verdadero acontecimiento. Ala clari- dad, sencillez y concisión de sus exposiciones doctrinales, unia la fluidez y la amenidad del lenguaj e, haciendo atractiva su enseñanza. A ve- ces, sin embargo, cuando la naturaleza de la materia de que se trataba lo requería, sabia ele- var su discurso á la altura de lo grande y de lo sublime; su voz adquiría la enérgica entonación de orador consumado; sus modulaciones tradu- cían fielmente el estado de su espíritu, dibujá- base la inspiración en su noble frente, y en su inteligente mirada ora brillaba la colera o la in- dignación cuando increpaba alguno de esos vicios vergonzosos que degradan al hombre, ora se re- trataban los patéticos sentimientos que inspira el doloroso cuadro de padres desolados ante la triste perspectiva de la pérdida de un hijo ido- latrado. Cautivaba el Doctor Lucio en tales circunstancias á su auditorio con la magia de su 18 discurso, y tenia á todos los ánimos suspensos, como cuando se asiste á la representación de un terrible drama cuyo desenlace se espera con an- sia indescriptible. Y á estas cualidades había que agregar, según refiere el mismo Doctor Da- mos, el profundo conocimiento del maestro en el ramo cuya enseñanza le estaba confiada,—la pa- tología interna;—su vastísima experiencia que le permitía señalar á sus discípulos lo que de- bían aceptar como cierto, útil y práctico de las doctrinas del autor del texto, y hacer las recti- ficaciones y ampliaciones necesarias tratándose de la patología propia de nuestro país, y había que agregar también su rectísimo juicio en la apreciación de las teorías y deducciones prácti- cas consignadas en los autores, y su intachable moralidad. Llevaba el Doctor Lucio á tal grado su celo en el cumplimiento del deber, que ninguna con- sideración era capaz de retraerle de su desempe- ño, ni aun la de los abusos que pudiera originar el conocimiento de tales d cuales hechos, que no trataba de ocultar á sus discípulos, contentán- dose en estos casos delicados con apelar á la conciencia individual, para que ella y solo ella 19 fuese el dique que se opusiese al mal uso de los conocimientos que como maestro tenia necesidad de inculcar á los que algún dia debían penetrar á la sociedad, cuyos vicios y miserias mal podían combatir sin conocerlos á fondo. Por su parte, los alumnos del sabio profesor comprendieron en todo tiempo el inapreciable valor de sus consejos, expresados en general con ese estilo aforístico tan asequible y grato á la inteligencia, como inmediatamente utilizable en la práctica, y año tras año, los más aplicados formaban con ellos un cuaderno que pasaba de mano en mano, como un código de renombrado crédito y que figura en la biblioteca de muchos profesores salidos de la Escuela, que lo conser- van como un monumento de gratísimos recuer- dos, y al que deben, según leal confesión, no pocos servicios en casos angustiados de su espi- nosa carrera. Acabamos de ver de qué manera se conducía el Doctor Lucio en la práctica civil y en la cá- tedra; sigámosle ahora á las salas del hospital, 20 y veamos también como sabia desempeñar los empleos que el Gobierno le confíaba. Apenas se cumplía un año de su recepción, cuando fue nombrado Médico y Director del Hos- pital de San Lázaro, cuyo cargo desempeño por espacio de diez y siete años. Lo que la huma- nidad doliente le debió, refiérelo así el Dr. Frías y Soto: “Desde entonces comenzó á emplearse contra esa terrible enfermedad que se llama el mal de San Lázaro, un tratamiento científico, en sustitución del empirismo que allí—en el hos- pital—habia imperado. Desconocida la natura- leza del mal, ignorada su etiología, y atribuida su propagación al contagio, los desgraciados la- zarinos eran tratados como los leprosos de la Palestina; porque aun se creía que el origen de la elefanciasis estaba en el uso culinario del to- cino, y se aplicaba á los que la sufrían muchos de los preceptos del libro de Moisés. Yo, que pasé algunos años de mi clínica médica en aquel tristísimo hospital, practicando con el Sr. Lu- cio, no puedo recordar, sin una honda melanco- lía, el aspecto horrible que presentaba el edificio, sombrío, viejo, y con sus paredes negras, lepro- sas y desmoronándose, rasgadas por hondas 21 grietas donde hormigueaban millares de lagar- tijas. Todo era allí tétrico y repugnante. Por horizonte los potreros mal cubiertos de un cés- ped mezquino y amarillo, que luchaba con la sal de nitro que se extiende como en las orillas del Mar Muerto, como una inmensa capa de es- puma solidificada, que se hubiera desbordado del lago. Y allá álo léjos la cadena de mon- tañas, precedida por el montículo de lava que se llama el Peñón, y que se levanta como una excrecencia gris plomo, que trasuda veneros hir- vientes de agua sulfurosa. Sobre aquel suelo convertido en el recipiente de todos los inmun- dos desechos de la ciudad, se levanta el pesado paralelogramo del hospital, con su vieja iglesia, precedida del cementerio donde se sepultaban los cadáveres de los lazarinos, y con sus salones de un solo piso, adonde estaban las enferme- rías. Sobre aquella cárcel de leprosos, sobre aquel conjunto de charcos de agua sucia y espesa que lenta y penosamente despiden las atarjeas, reverbera un sol de fuego, que vivifica millones de inmundos insectos que hierven en el suelo ó nublan el viento. Solo los que pasamos allá las primeras horas de la mañana, curando centena- 22 res de ulceras, una á una, y haciendo las guar- dias nocturnas encerrados en aquella mazmorra más terrible y repugnante que los presidios de la costa, pudimos estimar la importancia de los trabajos del Sr. Lucio, que ayudado por una administración filantrópica, pudo ir mejorando poco á poco la tristísima situación de los asila- dos. Pero la obra más importante del Sr. Lu- cio, fue el estudio tan profundo y concienzudo que hizo del mal de San Lázaro, clasificado como una forma de la elefanciasis de los griegos. El Sr. Lucio, en colaboración del Sr. D. Ignacio Alvarado, y después de haber observado durante muchos años la sintomatología y las alteracio- nes anatomico-patologicas de la terrible enfer- medad, clasifico y preciso las tres formas de ella, haciendo notar y demostrando, que la forma manchada es peculiar á México, o al menos que no se encuentra descrita en ninguno de los au- tores europeos que han tratado de esta enferme- dad, quienes apenas han delineado vagamente la elefanciasis atrófica ó anestésica y la tuberculosa ” Hasta aquí el Sr. Frías y Soto. Otro faculta- tivo no menos inteligente, no menos ilustrado, el Doctor Domínguez, en carta á mí dirigida, con relación al Doctor Lucio, dice: “A sus es- tudios sobre el mal de San Lázaro, muy espe- cialmente en la forma manchada, deben esos desgraciados enfermos el no estar ya relegados en mansiones especiales, lejos de los seres vivientes, para quienes eran motivo de horror, porque se consideraba eminentemente contagiosa. Por el solo hecho de haber demostrado la no contagio- sidad de la elefanciasis, merece la memoria del Doctor Lucio el respeto y la gratitud de la hu- manidad entera.” Como si no fuese bastante lo que hacia en el hospital de San Lázaro, el Doctor Lucio era, por aquella misma época, médico de los alumnos del Colegio Militar, por nombramiento del Go- bierno. Al llegar á este punto, en vez de esforzarme por patentizar de nuevo la energía inquebranta- ble con que el Doctor Lucio llenaba los deberes anexos á su posición, reproduciré, sin variante alguna, la pintoresca relación que hace el Doc- tor Frías y Soto, ya citado, de un episodio histó- rico, lleno de interes y que léjos de fatigar al lector, le proporcionará agradable oasis en el desierto de mi descolorido elogio. 24 “El 13 de Setiembre de 1847,—dice el bió- grafo del Doctor Lucio,—el ejército americano, después de las acciones de Churubusco y Molino del Rey, asalto el Castillo de Chapultepec, últi- mo baluarte que quedaba en pié por el lado Sur de la capital. Nuestras tropas se replegaban en desorden, las guardias nacionales Rabian sido destruidas, batiéndose con denuedo y desespe- ración, y el pueblo, sintiéndose abandonado, no prestaba una cooperación eficaz para combatir al extranjero. Solo los jovenes alumnos del Co- legio Militar, situados en el cerro, juraron mo- rir antes que entregar el punto que se les Rabia confiado, y aquellos niños, roca d roca y piedra á piedra, lucharon con un Reroismo sublime, ba- tiéndose cuerpo á cuerpo con los rudos y gigan- tescos soldados del Norte, y murieron despeda- zados por las balas, o heridos por las bayonetas. La ciudad, entretanto, presentaba un aspecto desolador: el terror estaba pintado en todos los semblantes, y solo el pueblo de los barrios, aun- que desarmado é impotente, rugia de rabia que- riendo detener el paso á los invasores. En aque- llos terribles momentos, en muchas casas de la aristocracia del dinero, se enarbolaban pabello- nes de diversos países, escondiendo con mengua una nacionalidad vendida y abrigándose bajo una nacionalidad robada. Y esa cobarde super- chería la cometieron especialmente muchos ban- queros que hablan enriquecido especulando con los negocios y con los desastres de México. Gran- des grupos de gente, coman por las calles, hu- yendo del lado Sur y Occidente, que era por donde se temia que entraran primero los ameri- canos. Un hombre, montado en un mal caballo, cruzaba en tanto las calles en sentido contrario, dirigiéndose al rumbo de Chapultepec, por don- de se oia vivísimo el fuego de fusilería. Era el Doctor Lucio, que marchaba al lugar del com- bate. Y como cuantos le encontraban le hacian ver que el enemigo avanzaba triunfante, contes- taba que era el médico de los alumnos, y enton- ces más que nunca tenia que cumplir con su deber yendo á curar á los heridos. Yen efecto, llego al Castillo, presencio lo más rudo del com- bate, y permaneció prestando los servicios de la ciencia á los que caian despedazados por los proyectiles americanos. El ejército mexicano se retiraba en dispersión, el terror se difundía por todas partes, y solo los alumnos del Colegio 26 combatían aislados, abandonados, sucumbiendo al fin. Hasta entonces se retiró el Sr. Lucio, habiendo concluido sn misión.” La patria, reconocida, premió el noble com- portamiento del medico ilustre con una medalla de oro, primero, y con una cruz después; meda- lla y cruz que el modestísimo sabio jamas ostentó en su pecho. Parece como que después de lo hasta aquí ex- puesto, nada resta que decir en loor del eminen- te ciudadano. Mas no es así. Cultor del arte, y cultor entendido, reunió co- lección por todo extremo valiosa, de obras ori- ginales,—mexicanas y extranjeras,—formando una galería de pinturas, de grabados, de piedras preciosas y de objetos arqueológicos, que se enor- gullecería de poseer aristocrático personaje. En ella se recreaba y la aumentaba cada dia, y, ¡cosa singular! ofreciendo notable contraste aquellos tesoros del arte, con todo lo demas que le ro- deaba, pues el Doctor Lucio no quería que resplandeciesen en su hogar vanidosas galas, 27 sino la honradez inmaculada y las obras del genio. Que en su alma tenian albergue los sentimien- tos delicados, lo prueba su afición al cultivo de las flores, revelada en aquellas páginas por él escritas sobre el cultivo de la hermosa flor de la camelia, páginas que carecen, como todas las obras del Doctor Lucio, de afectación o amane- ramiento, y que van encaminadas á un fin útil, á divulgar conocimientos provechosos. Si dado me fuera descorrer ante la pública espectacion el velo puesto en su hogar por la virtud, que siempre es humilde, ¡con qué placer revelaria yo de qué ejemplar manera llenaba el Doctor Lucio el primer deber del ciudadano, que es el de levantar en el santuario de la familia altar purísimo á todas las virtudes, y enseñar con las acciones propias, más aún que con el prudente paternal consejo, la práctica de cuanto ennoblece al humano linaje. Ni puedo tampoco detenerme á hacer una reseña, siquier fuese com- pendiada, de sus servicios en juntas de benefi- cencia, en comisiones científicas y artísticas, en- contrando en él todas las autoridades constitui- das, desinteresado y sabio consejero siempre que 28 solicitaron el concurso de su ilustración y las luces de su inteligencia. Ajeno á la vanidad que se apodera, las más de las veces, de los que llegan á encumbrarse á superiores regiones, él, á quien el egoísmo pa- recía asquerosa lepra, á pesar de sus constantes y fatigosas tareas como médico y como catedrá- tico, encontraba siempre un medio para consa- grar algunas horas,—las que á su corporal reposo debia,—al cumplimiento de sus deberes de ciu- dadano, sin aceptar jamas retribución alguna. Progresista como todo hombre ilustrado, y afa- noso por implantar en México todo lo que fuese provechoso, hizo el Doctor Lucio dos viajes á Europa, más de estudio que de recreo, pues de- dicóse en ellos á visitar los grandes hospitales, á asistir á las cátedras de los más eminentes profesores especialistas, y también á hacer cons- truir dos instrumentos de su invención; uno de ellos la cánula flexible para la traqueotomía. Al volver á México, trajo el Constrictor de Chas- saignac, siendo él quien primero empleo aquí di- cho instrumento. Hay que observar, pues esto enaltece más el renombre justísimo de que gozaba el Doctor Lucio, que él practicaba el bien por el bien, sin tínes ulteriores, sin perseguir, como tantos otros, la popularidad, ni ambicionar gloria y fama, ni mucho menos riquezas y honores. Bien sabia lo frágiles que son las grandezas de la tierra, lo perecedero de los bienes de fortuna, lo inestable de la suerte. Bien sabia cuán banales son las pomposas frases de los que prodigan lisonjas á aquel de quien esperan algo, 6 á aquel de quien algo temen. Rasgos igualmente dignos de no ser puestos en olvido, eran aquella sinceridad con que emi- tia sus juicios, siempre rectos, severos siempre como la verdad, cuando se trataba de las obras de los demas; la equidad soberana con que pro- nunciaba sus fallos, si á ello era requerido; la noble independencia que presidia todos sus ac- tos; la legítima satisfacción que experimentaba al saber un triunfo ajeno; su profundo acatamien- to á la ley escrita y á la autoridad constitui- da; el vivo interes con que estudiaba los grandes problemas sociales, afectándole entrañablemen- te los males de la patria y los desaciertos de los que regian sus destinos; la dulce benevolencia de su ánimo, dispuesto á atenuar las debilida- 30 des propias de la juventad y los errores nacidos de falta de penetración más bien qne de instintos depravados. Todas estas y otras muchas exce- lencias de su carácter bondadoso y de su pro- fundo conocimiento del corazón humano, hacian ver en él á uno de aquellos seres superiores que desmienten la desconsoladora frase del filóso- fo que aseguraba que el hombre es el lobo del hombre. Cuando estrechaba uno aquella mano que, co- mo conducida por la de un dios invisible, trazo mil y mil veces signos que fueron un bálsamo para el dolor acerbo de familias enteras; cuando escuchaba uno las palabras que sallan de aque- llos labios jamas manchados por falaz mentira ni por baja adulación, y cuando ¿porqué no de- cirlo? ante el Doctor Lucio recordábamos las malas acciones de otros, que él rehusaba cono- cer, entonces nos reconciliábamos con la huma- nidad y veíamos que la virtud no ha huido para siempre de la tierra. Quien así honraba y servia á la patria, natu- ral era que obtuviese en premio pública y uni- versal estimación, respeto profundo, amor puro é inextinguible. Sí, decirlo es preciso; nunca 31 nuestra sociedad,—tornadiza e ingrata muchas veces,—dio á ninguno de sus bienhechores, más patentes y claras muestras de saber honrar á un sabio desde el oriente de su gloria hasta su oca- so, como al tratarse del Doctor Lucio. ¡Feliz el hombre que puede bajar al sepulcro, á pesar de haber llegado á la cumbre de la fa- ma, sin enemigos, sin rencores, en medio de las bendiciones de la sociedad entera, proclamado sin contradicción benefactor ilustre, y conside- rada su muerte, por todos llorada, como una ca- lamidad para la patria! Yo pondría sobre su sepulcro esta inscripción: AQUÍ DESCANSA EL ILUSTRE DOCTOR DON RAFAEL LUCIO. LA GRATITUD CON QUE SUS CONCIUDADANOS HONRAN SU MEMORIA, ES TAN GRANDE COMO GRANDES FUERON SU CIENCIA T SU VIRTUD. 32 Era así, ¡oh mexicanos! el sabio que la muer- te nos ha arrebatado. Pero ¿qué digo? No era así; no en este borroso é imperfecto bosquejo, trazado por mi pluma, de suyo indocta y hoy más vacilante á causa de la emoción tristísima que me embarga, es en donde podéis conocer en toda su plenitud aquel carácter generoso, aque- lla dulzura engendrada por la bondad de una alma llena de piedad cristiana, aquella sabidu- ría fruto de estudios profundos, de tenaces des- velos y de la experiencia adquirida en cerca de medio siglo pasado en las salas de los hospita- les y junto al lecho de los enfermos, ya fuesen haraposos mendigos o ya opulentos magnates. Sucede al que pretende enarrar los hechos de un muerto verdaderamente ilustre, lo que al ar- queólogo temerario que intenta reconstruir con incompletas columnas y destrozados sillares uno de aquellos magníficos palacios de la antigüe- dad, y acaba por producir, no la copia fiel que imaginara, sino vano remedo de la obra derruida por el tiempo, que es la muerte. Empero sin estos esfuerzos, encaminados á fin patriótico y noble, las generaciones por venir, no llegarían á saber cómo las que les precedieron prepararon la senda que ellas habian de hollar, ni podrían tampoco perpetuarse ciertos nombres que son para los pueblos título de honra legítima y de bien nacido orgullo. ¡Ah! si mi pluma, á semejanza de aquellas hadas prodigiosas de la fábula, que hechizan cuanto tocan, y que donde posan la planta hacen nacer flores inmortales, hubiese recibido del cie- lo el envidiable don de revestir con el esplendor de la belleza la verdad de mis pensamientos y la efusión de mis afectos íntimos, nadie como yo podría presentaros, ya en voluminoso libro, ya en arrebatadora síntesis, el retrato moral del Doctor Lucio; que nadie le amó tanto ni le ad- miró más, ni le trató con mayor respeto, ni gra- bó mejor en su corazón las concisas y elocuentes palabras de aquel sabio y virtuoso ciudadano. Reconozco y confieso lo limitado de mis facul- tades, y apéname en verdad mi insuficiencia; pero consuélame pensar que este incorrecto elo- gio del Doctor Lucio, deficiente, y mucho, como es, bastará á despertar en los que lo lean, el re- 34 cnerdo de todas las grandes virtudes y nunca equiparables merecimientos del lamentado pro- fesor, á la manera qne escuchando una nota perdida, un eco lejano de armonía dulcísima que en otras horas se escuchara, evdcanse al punto dias enteros de felicidad, trasládase uno con el espíritu á sitios lejanos, ve rostros amados, es- cucha suaves acentos y disfruta divinas ter- nuras. Y tu, sombra veneranda del sabio cuya au- sencia nos contrista, ciérnete de continuo sobre esta patria mexicana objeto caro de tu predilec- ción y de tus desvelos; infunde al espíritu de los que fueran tus discípulos aquella caridad sin límites de que tu corazón era fuente, y aque- lla ciencia que henchia tu cerebro. Y si desde la región en que hoy moras, te es dado seguir mirando las acciones de aquellos á quienes nu- triste con saludables máximas, y ves que se apartan de las sendas que un dia les trazara tu ejemplo, ¡oh sombra del Doctor Lucio! aviva en su mente la memoria de tus excelsas virtu- des, é impide así que den cabida en su pecho al torpe egoismo y á la sórdida avaricia; díles que las terrenas grandezas se desvanecen y pasan como la arista que consume el fuego y cujas cenizas disemina el viento; que sólo es impere- cedero el perfume de la virtud, y que la inmor- talidad, aspiración sublime de bien formados seres, sólo la alcanzan aquellos que, como tu, alentaron ardiente, puro y desinteresado amor á sus semejantes, porque la inmortalidad es la historia escrita por las almas agradecidas. Yo no me despediré de tí, diciéndote: ¡Des- cansa en paz! JSTo; no descanses; como el ángel guardián que ampara y protege á cada humano ser, según la cristiana creencia, aunque invisi- ble é impalpable, cubre con tus alas nunca man- chadas con las impurezas de la tierra, el templo de tu gloria, la Escuela mexicana de Medicina, é infunde á la juventud tu fe, tu ciencia, tu pie- dad y tu abnegación! México, Julio 15 de 1886, Francisco Sosa.